La leña de olivo, en cambio, es la balada de la sesión, el acorde más suave y sutil en nuestra composición de sabores. El escritor gastronómico compara su humo con un velo de misterio, con notas terrosas que envuelven a los alimentos con elegancia. En el delicado humo del olivo, los hongos Portobello adquieren un toque silvestre, una pincelada de un bosque de olivos al amanecer.

La encina, según el científico de alimentos, es una invitación a la intimidad, un humo densamente tánico que induce profundidad y complejidad. El cerdo, con su rica textura y grasa jugosa, se convierte en un lienzo primordial para el humo de encina, que infunde cada bocado con una profundidad que evoca la sombra de un viejo bosque de encinas.

La leña de almendro es la luz en nuestra sinfonía, un interludio con notas suaves y dulces. El pollo, con su sabor suave y textura versátil, se ilumina bajo el toque de la leña de almendro, adquiriendo un perfil delicado que recuerda a los almendros en flor.

Finalmente, la leña de algarrobo es el final triunfante. Con un humo que es dulce y ligeramente picante, realza el cordero a la perfección. La corteza exterior crujiente, imbuida con el humo de algarrobo, da paso a una carne tierna y jugosa que deja un retrogusto dulce y terroso.

En esta danza de maderas y alimentos, cada leña juega su parte, formando un espectáculo de sabores. Mientras que una puede dominar, la verdadera magia reside en cómo se complementan entre sí, pintando en nuestra paleta de sabores un cuadro que es a la vez espectacular y sorprendentemente íntimo.